
El género musical es uno de los más difíciles de afrontar para un director, ya que exige del espectador un nivel de suspensión de la realidad superior al de cualquier otro género; sobre todo en la actualidad, cuando ya no goza de la popularidad que tenía en las décadas de los 30’, 40’ y 50’ y el público ya no está tan acostumbrado a ver como los actores se ponen a cantar y bailar de repente. Se puede decir que los videoclips se han convertido en los musicales modernos, pero no es lo mismo ver a tu cantante o grupo favorito en una pequeña pieza de cinco minutos que no tiene porqué contar nada concreto, que ver hacer lo mismo a unos actores durante 2 horas, en las que es exigible que los números musicales aporten algo a la narración. En “La flauta mágica” (versión Kenneth Branagh) se añade otra dificultad: la combinación entre el arte más popular del Siglo XX (lo del XXI está por ver) y la Ópera, un arte que vivió su época de esplendor en los Siglos XVII, XVIII y XIX, pero que hoy ha quedado relegada a una elite de cierto nivel económico y cultural. Claro que no sé si tiene mucho sentido hablar de arte elitista en la era de la televisión y de Internet. Pensándolo bien, hoy la ópera está más al alcance de todos que en su época de esplendor, pero exige unos conocimientos previos por parte del espectador para acercarse a ella con un mínimo de criterio. Reconozco que mis conocimientos sobre este noble arte son bastante limitados. Como aficionado a la música, soy capaz de reconocer y disfrutar de algunos de los pasajes más populares, pero ubicarlos en el contexto de un autor o una obra concretos me resulta altamente complicado. Sin embargo, el caso de Mozart es algo excepcional; es un compositor tan popular que trasciende el ámbito de los expertos en música clásica. Ya era así en su época y los constantes homenajes que se le hacen y, sobre todo, el estupendo filme de Milos Forman “Amadeus” han contribuido a alimentar su leyenda hasta convertirlo en una especie de icono de la cultura del “vive deprisa, muere joven y dejarás un bonito cadáver”. Eso no quiere decir que yo conociera “La flauta mágica” en su totalidad, pero la excepcional Obertura y, en particular, el Aria interpretada por La Reina de la Noche y titulada “Mi corazón hierve de odio” (¿quién no se ha desgañitado alguna vez tratando de tararear el famoso ah, ah, ah, ah, ah, ah, ah, aaaahhh?) forman parte de mis composiciones favoritas desde hace años.

El sonido de la flauta reconforta a la gente de bien y amansa a las fieras.
Kenneth Branagh ha explicado que su pretensión era acercar al público de cine a la ópera y viceversa. Al igual que en sus estupendas y variadas adaptaciones de Shakespeare, no ha tenido reparos en alterar de forma significativa el original para tratar de adaptarlo a los gustos de un público más actual. Como buen adaptador, sabe que es más efectivo ser fiel al espíritu que a la letra, ya que una excesiva fidelidad puede llevarte a caer en el acartonamiento y la rigidez. En este caso, decidió ambientar la historia en la Primera Guerra Mundial y hacer así hincapié en el mensaje pacifista y racionalista de la obra; ingenuo quizá, pero siempre necesario. Por otro lado, ha encargado la traducción al inglés del original alemán al polivalente Stephen Fry. El argumento, como es habitual también en Shakespeare, abarca una gama muy amplia de emociones. Puede pasar de la comedia en las escenas protagonizadas por Papageno (Benjamin Jay Davis) al terror en los momentos en los que aparece la vengativa Reina de la Noche (Lyubov Petrova) o al romanticismo del héroe Tamino (Joseph Kaiser) y su amada Pamina (Amy Carson). Por cierto, es justo destacar el magnífico trabajo de un elenco internacional compuesto por jóvenes promesas de la ópera.

Papageno no pierde ocasión para la diversión.
Pero, como explicaba al principio, el mayor reto al que se enfrentaba Branagh era romper la natural resistencia del espectador no iniciado. Eso me convertía en un espectador ideal para valorar su propuesta y la verdad es que no salí decepcionado. Bueno, quizá el volumen de la sala era excesivamente bajo para este tipo de filme, pero dejando aparte ese problema técnico he de decir que Branagh consigue que, tras una brillantísima introducción con un plano secuencia que recorre por tierra y aire el campo de batalla que va a servir de escenario siguiendo el ritmo de la famosa Obertura, nos vallamos introduciendo poco a poco en ese mundo de ensueño poblado por hadas malignas, princesas en peligro, bufones hedonistas y héroes enamoradizos. No siempre las escenas permiten una visualización atractiva y, a veces, hace acto de presencia la temible sensación de estar viendo teatro filmado, pero en general considero que el balance es positivo y, en muchos momentos, digno de aplauso, especialmente en las dos prodigiosas Arias interpretadas por la Reina de la Noche y en las numerosas escenas de aire bufonesco que permiten lucirse a Papageno. Los momentos románticos, como suele suceder, resultan más empalagosos.

El jefe de todo esto.
Como nota complementaria a esta crítica, les recomiendo que lean la entrada de la Wikipedia que hace referencia a la obra original. Es curioso ver las relaciones que ésta mantiene con la simbología masónica, logia a la que pertenecía Mozart y también el autor del libreto, Emanuel Schikaneder.
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