Hoy se va a hablar mucho, y con razón, de los ojos de Paul Newman, de su apostura, de su sentido de la filantropía, de su amor por la velocidad, de su fidelidad a Joane Woodward, de su brillante carrera... Pero a mí me gustaría destacar algo que, en un país donde prevalece el doblaje, suele pasar desapercibido para la mayoría: su voz. Y es que, en mi opinión, se trata de una de las grandes voces de la historia del cine. Profunda, viril y repleta de matices, la voz de Paul Newman era como la guinda del pastel: ¿cómo se puede tener ese aspecto y además ser dueño de una voz que te dejaba totalmente rendido a sus pies en cuanto la oías? ¡Qué abusón! Y ahí daba igual que fueras hombre o mujer, el carisma no entiende de géneros. Era, por tanto, un actor superdotado, mejor cuanto más se olvidó de las lecciones del Actor’s Studio.
De entre todos los grandes momentos de su carrera he elegido su alocución final frente al jurado en la magistral Veredicto final (Sydney Lumet) porque, igual que otros muchos, la considero su mejor interpretación. ¿Es también su mejor película? Yo le otorgaría ese honor a El buscavidas (Robert Rossen). ¿El director que mejor ha sabido explotar su carisma? Sin duda, George Roy Hill, que le dirigió en tres de los grandes éxitos de su carrera: Dos hombres y un destino, El golpe y la menos conocida, pero no menos mítica, El castañazo. Tampoco conviene olvidar la legendaria La leyenda del indomable (Stuart Rosenberg), con esa ingesta masiva de huevos duros, y dos estupendos filmes de Robert Benton que sirvieron para demostrar eso de que el que tuvo retuvo: Ni un pelo de tonto y Al caer el sol.
Les dejo con Frank Galvin, ese trágico personaje tan mametiano que está dispuesto a perderlo todo con tal de mantener su honestidad.
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